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Un rockero amateur en la meca del Rock Nacional

José Ricardo Carballo Villalobos / Periodista y escritor

Nunca me he considerado un rockero de cepa. A lo más que he llegado es a aprenderme algunas piezas de Guns N’ Roses o tocar en batería Nothing Else Matters, de Metallica. Lo que sé del género es más por cultura general que por una afición auténtica, como la que profesan sus más asiduos seguidores en Costa Rica y el mundo.

Por ende, no soy de vestir con camisetas negras de Nirvana, camisas de cuadros asidas a la cintura o botas Dr. Martens. Mucho menos de dejarme el pelo largo, posar en cada foto haciendo el “maloik” o meterme a “moshar” en algún chivo épico de Semana U.

Entonces, ¿qué hace este tipo aburguesado, graduado de la U Latina y que en sus años mozos cantaba canciones de los Backstreet Boys en los festivales de talento del colegio, hablando de un tema sobre el cual no tiene mucho que aportar?, se preguntarán ustedes.

Bueno, si ser rockero se limita a una forma de vestir o de (des)peinarse, debo admitir que no lo soy e ipso facto puede suspender la lectura de estas líneas y dedicarse a otros más relevantes menesteres.

Pero si cree, como yo, que el rock es mucho más que un asunto estético o de apariencias, le invito a seguir adelante con la lectura para que, tras el punto final, concluya si valió la pena el rato, o, si, por el contrario, mejor sigo escribiendo de otros temas de actualidad sobre los que igual tampoco tengo mayor conocimiento, pero, al menos, son más recurrentes en mi historial literario (política, literatura, educación, viajes, costumbrismo, vida cotidiana, etc.).

Empiezo diciendo que coincido con Pedro Capmany cuando afirma que el rock, más que un simple género musical, con sus códigos, símbolos y vestimentas, es una cultura, un estilo de vida, casi que una filosofía. Dicho eso, creo que podemos dejar de lado los anacrónicos y prejuiciosos estereotipos para afirmar categóricamente que si yo, en pleno ejercicio de mi autodeterminación musical, quiero ir con peinado de primera comunión y en traje entero a un concierto de Iron Maiden, nadie me lo puede impedir. ¿Cierto?

Al final, el rock le canta a la libertad en sus diversas manifestaciones, incluyendo la de ser, estar, vestir o escuchar. Es uno de sus mantras y postulados fundacionales junto a la paz, el amor, la tolerancia y la revolución pacífica, entre otros valores neurálgicos que acompañaron al ascenso del rock en español, allá por la década dorada de los 80.

Volviendo al punto, creo que yo entraría dentro de la categoría de rockero light o poco ortodoxo que, así como disfruta de un clásico de Soda Stereo o Los Enanitos Verdes, también puede tararear la nueva ranchera de Alejandro Fernández, un reguetón de Daddy Yankee, un corrido tumbado de Peso Pluma o un bolero de la Sonora Santanera.

Llámeme medias tintas, ni chicha ni limonada o mercenario musical, pero me considero, con la modestia del caso, un todo terreno o un admirador ecléctico de las más diversas y encontradas categorías que componen el amplísimo espectro musical. Disculpándome de antemano por la odiosa comparación, en la música me manejo como en la política:  no me caso al 100% con ninguna ideología o partido y prefiero transitar por esta “paradise city” con un sentido más abierto y pragmático, ajeno a maniqueos o radicalismos absurdos que contravienen la versatilidad del arte. Soy un convencido de que la música se trata de gustos, no de géneros, y que lo que escuchamos no nos determina ni nos limita.

Con esa visión, buena o mala, pero mía, como diría el cantautor mexicano Pepe Aguilar (ven a lo que me refiero), me fui el pasado sábado 6 de mayo al Rock Fest 2023, en Parque Viva, en La Guácima de Alajuela. No fui tanto como uno más de los 5000 “fiebres” que asistieron, sino más bien en mi condición de periodista miembro del equipo de trabajo asignado a la cobertura del icónico evento para En Otro Prisma (EOP), medio alternativo digital, dirigido por mi colega, amigo y vasto conocedor del rock nacional, Sergio “Cheko” Araya.

Organizado magistralmente por otro crack, Ernesto Adduci (the big boss), la décima edición del Rock Fest marcó mi primera vez, mi debut oficial en esta histórica fiesta que hasta entonces referenciaba únicamente cortesía de alguna nota breve y aislada que los medios tradicionales suelen dedicar a este tipo de espectáculos.

¡Y vaya que valió la pena estar ahí! Fueron más de 12 horas ininterrumpidas de puro rock. Para serles sinceros, nunca había pasado tanto tiempo oyendo música, ni siquiera de mis géneros preferidos. Todo el rock tico que no había oído en mi vida entera, lo escuché ese día. Materialmente imposible presenciar a las 40 bandas que desfilaron por las tres tarimas, pues aparte de que en todas había actividad simultánea, andábamos trabajando y las fuerzas no alcanzaban para estar generando contenido en redes sociales, a la vez que nos trasladábamos de un lugar a otro bajo ese abrazador sol alajuelense.

Pero las que pude observar, desde las más jóvenes –Carolina, ISLAS, Time´s Forgotten – hasta las más veteranas -Gandhi, Inconsciente Colectivo, El Guato- se comportaron a la altura, arriba y abajo del escenario, demostrando que no fue obra de la casualidad o la argolla que fungieran como titulares en la alineación exclusiva del magno evento, que incluyó, además, a Le*Pop, Hijos, The Great Wilderness, Santos & Zurdo, 50 Al Norte, Akasha, Insano, Nou Red, Mario Maisonnave, Mod Ska, Valeria Atkeys, Mali, entre otras bandas y músicos de excelente calidad y repertorio.

Tuve la oportunidad de conversar con algunos de ellos y pese al nerviosismo inicial de no conocerlos ni haberlos escuchado antes –lo único que sabía era que tocaban rock o alguno de sus subgéneros- se portaron muy amables y humildes. El vocalista de Carolina, Sebas, quizás intuyendo mi limitada experiencia entrevistando artistas, rompió el hielo, invirtiendo los papeles y entrevistándome a mí. Después de eso y unas cuantas risas, todo fluyó sobre ruedas…

Luego, pude interactuar con los muchachos de Islas y confirmar que crecieron escuchando y admirando a muchos de los músicos con los que tendrían el honor de compartir escenario. Hasta “Mechas”, de Kadeho, se conectó al “live” de Instagram y envió un saludo a sus jóvenes colegas, lo cual reafirma la camaradería y amistad que prevalece en el gremio, sin rencillas, envidias o celos profesionales.

Otra muestra de que el rock, más que un género, son valores, principios… distintas generaciones de músicos al servicio de un bien común: el rescate y difusión de nuestro patrimonio cultural. Tocando e interpretando canciones originales en un mismo escenario con un mismo público que apoya a todos por igual. ¿Habrase visto un mensaje más bello y esperanzador de unificación, en tiempos de alta convulsión social e injustos recortes económicos?

Más tarde, me enteré, entrevistando a la vocalista de Elektra Stroke, que hay muchas bandas femeninas de alto nivel en Costa Rica, esperando una oportunidad para mostrar su talento y potencial (en buena hora que se celebren iniciativas hermanas como el Guila Fest). Supe también que había artistas internacionales invitadas, como la colombiana Natalia Serna, quien inauguró la tarima del Kids Fest; que Maf E Tulá realizó una gira por Argentina y que imparte talleres sobre las bondades curativas de la música (musicoterapia), entre otros proyectos que los artistas promueven para abrirse camino dentro de este competido y arduo mundo musical.

¡Muchas felicidades y éxitos a todos! Se merecen eso y más. El amor y pasión por lo que hacen salta a la vista –y al oído-. Así queda patente en la buena vibra que transmiten desde el escenario, en cada acorde que tocan o cada nota musical que entonan y hasta en la afabilidad y simpatía que desbordan al tratar con los fans y la prensa.

Si algo me quedó claro es que detrás de sus tatuajes, alborotadas cabelleras y atuendos extravagantes, hay hombres y mujeres de gran talento, disciplina, capacidad y profesionalismo que, contra cualquier pronóstico, adversidad u odioso estigma que pese sobre ellos, luchan por salir adelante y darse a conocer, portando bajo el brazo sus instrumentos, partituras y un deseo ardiente porque su música se escuche dentro y allende nuestras fronteras.

Cada uno con sus medios y estilos particulares, algunos únicamente a través de sus voces y movimientos corporales – a veces cadenciosos, a veces convulsivos-; otros haciendo gala de su carisma –Pedro Capmany y Pato Barraza-, pasando buena vibra –Mekatelyu-, derrochando humor y picardía–Mr. Kowalsky- o lanzando proclamas políticas contra el gobierno y las jornadas 4×3 -Nakury.

Todo eso es el rock… más que un género musical, un lenguaje, una forma de expresión, una voz de denuncia, un integrador de otros ritmos y culturas (rock latino), un llamado universal solidario a defender y exaltar nuestros valores supremos y más humanos… esos que lamentablemente se nos están escapando de las manos.

No lo permitamos. Apoyemos y oigamos rock tico. ¡Larga vida a la música nacional y que viva el Rock Fest, hoy y siempre! Nos vemos en la edición 2024.

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